Hubo cuatro días en que la ciudad se volvió campo de mina, en esas horas los disparos apuntaban a todo cuanto se moviera por las calles quiteñas, para los niños jugar con las nubes ya no era una opción, aquella tarde su pequeño e inmenso cuerpo estaba sobre los demás -e igual que los demás- sin vida.
«Con él nos íbamos a Pichincha, a ver las hormigas construyendo sus palacios, a jugar con las nubes; a oír en silencio nuestro propio canto. En el año 32, en la Guerra de los Cuatro Días, a las 6 o 7 de la tarde, los muchachos salíamos a ver los muertos. En la calle del cementerio amontonaban los cadáveres y en uno de esos montones, estaba el amigo Manjarrés, inmensamente grande, verde azulado”.
Así se desató la ruptura con Dios. Ante el silencio de la muerte, siendo aún un niño, Guyasamín se preguntaba cómo era posible tal injusticia, cómo es que el cruce de fusiles se llevarían para siempre a su querido y único amigo Manjarrés, cómo es que más de mil ecuatorianos se fueran junto a él tras la llamada guerra de “los Cuatro Días” que aconteció en la capital Quito entre el 28 de agosto y 1 de septiembre de 1932.
Las razones de la guerra de “los Cuatro Días”, una matanza desenfrenada, ha sido tema de estudio para la historiografía ecuatoriana. Algunos apuntan a razones que superan los discursos públicos de cada grupo en disputa y señalan que lo que estaba realmente en juego no era la defensa de la Constitución sino el control del ejército, el principal instrumento que hacía contrapeso al dominio conservador en el poder nacional y que se mantendría así los años siguientes.
Tras una década de aquel suceso, en 1942, llegaría la obra Los niños muertos (óleo sobre tela 98 x 138cm) donde representaría aquellos niños que murieron en nombre de la carta magna. El dolor humano se ubicaría, desde esta temprana etapa formativa, en el centro de sus pinturas.
La historia de los más vulnerables ha sido plasmada en la obra de pensadores, artistas y escritores, quienes a través de diversidad de expresiones han contado las realidades de sus pueblos, de sus sociedades.
Oswaldo Guyasamín (Quito, 1919 – Baltimore, 1999) en su autobiografía El tiempo que me ha tocado vivir (1988) nos cuenta, nos dibuja, una constelación de hechos que marcaron su obra y que -en términos modernos- la ubican más allá de lo estético.
«Por llamarme Guayasamín los niños no jugaban conmigo en los recreos; entonces mis recreos era sentarme en un rincón del patio, ver jugar a los demás porque los chicos no querían jugar con «el indio Guayasamín«.
Allí la agresión hacia lo indígena que desde 1492, desde el genocidio cometido por europeos y su cómplice iglesia, persistió en las sociedades latinoamericanas donde el paradigma colonizador fue retomado por blancos y mestizos en contra de negros e indígenas.
A la marginación por su origen quechua se sumó el maltrato de un padre quien de madrugada le quitaba el sueño y con crueldad rompía sus bocetos y dibujos. Ante lo que no pudo cambiar, el empeño y la ternura de su madre lograrían el tono preciso para pintar un cielo.
«Recuerdo que de niño trataba de copiar un cielo rojizo, tormentoso. Seguramente no podía darle luminosidad y mi madre que entendía mi angustia, sacó en un platito de barro un poco de leche de su seno y me la dio, para ver si mezclando su esencia con mis colores, alcanzaba la luz. Mi madre era como el pan recién salido del horno. Me dio las dos vidas que tengo. Era y sigue siendo una tierna poesía».[1]
El incondicional amor de Doña Dolores Calero, madre del artista, mujer mestiza, bregadora incansable como tantas madres de nuestra Abya Yala, estará presente en toda la obra de Guyasamín y en particular en su última serie: Mientras Viva Siempre Te Recuerdo conocida también como Edad de la ternura, obras que no abandonan la insistencia de la experiencia estética como una actividad profundamente política que el pintor había evidenciado en su primera gran serie Huacayñán y que continuaría en Edad de la ira.
«En quechua, no volverse a ver jamás es huacayñán. De modo que es ambas cosas a la vez: Los ojos que comienzan a humedecerse, antes de que salga el llanto, y la imposibilidad de llorar, cuando todo el cuerpo se lava de lágrimas y quedan los ojos secos».
Huacayñán también se traduce del quechua al castellano como El camino del llanto, estas obras fueron realizadas desde 1946 a 1952 y tendrían tres grandes temas: el indio, el negro y el mestizo.
La serie coincidiría en una época con la búsqueda de la identidad latinoamericana, interés que venía creciendo con el antecedente de La raza cósmica de J. Vasconcelos en 1925 y otras publicaciones como la revista Amauta (1926) dirigida por J.C. Mariátegui, textos que se preguntaban desde América Latina ¿Qué somos? y que tal vez Guayasamín, a través de su oficio respondía: somos indios, somos negros, somos mestizos, hemos andado un camino de llanto, hemos gritado y también amado.
Tras este período, además de sus cuadros, también salió del caballete y se aventuró en formatos más grandes, en Caracas, Venezuela, pintó Homenaje al hombre americano (1954, fachada del Centro Simón Bolívar), luego en su país Ecuador, realizó El Descubrimiento del río Amazonas (1959, Palacio de Gobierno de Quito) e Historia del Hombre y de la Cultura (1959, Universidad Central de Quito). Luego, a inicios de la década de los sesenta, realizaría su segunda gran serie pictórica: La Edad de la Ira.
La ira contendida en la memoria del pintor, tras haber estado en lugares golpeados por conflictos bélicos, produjo una serie de lienzos de grandes dimensiones que suman 260 cuadros con unos cinco mil dibujos entrelazados en una crónica pictórica que entendemos fue su forma de exigir humanidad.
La serie La Edad de la Ira (1962-1989) ubica dentro del marco las atrocidades de los nazis en Europa, la masacre de Lídice, lo innombrable de la guerra civil española, la crueldad de Hiroshima, la violencia en Vietnam, y con intensidad similar deja huella del papel de la CIA en América Latina, de sus agresiones en Cuba, República Dominicana y Panamá; de sus dictaduras y torturas por encargo en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala, Paraguay, Uruguay…la lista es larga.
Guayasamín pinta lo universal sin descuidar lo propio: el continente que lo conmueve, su lugar de enunciación. Ni el colonialismo ni el yugo que oligarquías locales pretenden renovar podrán borrar el llanto, la ira y la ternura dadas a ver en sus cuadros y mucho menos la pulsión de vida que -desde la denuncia contra el sistema capitalista- transmite a nuevas generaciones.
El pintor ecuatoriano para 1989 había concluido La Edad de la Ira y desde 1988 ya había arrancado con Mientras viva siempre te recuerdo que aunque dedicada al cobijo materno no se aparta de la ira contenida. La serie aunque fue conocida como La Edad de la Ternura es también un homenaje a la fuerza incesante de todas las madres de nuestra América, a la lucha por nuestra identidad y soberanía.
Oswaldo Guayasamín estuvo siempre de pie junto a los más vulnerables, de allí viene, la historia de los pueblos es su historia, nunca calló su profundo sentido de pertenencia y el gritó por una América Latina digna.
«He pintado durante medio siglo como si gritara desesperadamente. Y mi grito se ha sumado a todos los otros gritos que expresan la humillación y la angustia del tiempo que nos tocó vivir. Y pese a todo, con la esperanza de llegar un día a la concepción de un mundo sin miseria, sin odio, sin analfabetismo. Un mundo que las culturas trabajadas por los pueblos, como el alfarero hace su cántaro, sean cuidadas, como el campesino cuida con amor la tierra y su semilla»[2].
Referencias
[1] Oswaldo Guayasamín, El tiempo que me ha tocado vivir, Madrid, Instituto de Cooperación Latinoamericana: Sociedad Quinto Centenario / Fundación Guayasamín, 1988
[2] Oswaldo Guayasamín, Discurso en la Inauguración de la Segunda Reunión Latinoamericana para la defensa de los Derechos Humanos. Quito – 20 de agosto de 1980, Quito,Fundación Guayasamín, 1980,p.10.