Este martes 28 de enero de 2025, el Tribunal de Mayor Riesgo B en Guatemala abrirá un segundo juicio contra Pedro Sánchez Cortez, Simeón Enríquez Gómez y Félix Tum Ramírez, tres exparamilitares acusados de delitos de violencia sexual contra mujeres Achí en el municipio de Rabinal, Baja Verapaz, durante la dictadura de Fernando Romeo Lucas García (1981-1985).
Este proceso representa un nuevo intento de justicia, luego de que un primer juicio, impulsado por 36 sobrevivientes, concluyera en 2019 con la liberación de los acusados debido a una decisión judicial que fue revertida posteriormente.
Los hechos, ocurridos en el contexto del conflicto armado interno, forman parte de la estrategia contrainsurgente del Estado guatemalteco, con complicidad de Estados Unidos, donde la violencia sexual fue utilizada como un arma de guerra para someter a las comunidades indígenas.
Según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), se documentaron 1,465 casos de violación sexual, de los cuales el 88% tuvieron como víctimas a mujeres indígenas, incluidas niñas.
La violencia sexual como arma de guerra
Durante las dictaduras militares en Guatemala, la violencia sexual se sistematizó como una herramienta de terror contra las comunidades indígenas consideradas simpatizantes de la insurgencia.
En el caso de las mujeres Achí, muchas fueron violentadas en sus hogares, mientras estaban detenidas, e incluso frente a sus familiares. “Algunas quedaron embarazadas como consecuencia de las violaciones múltiples y otras ya no pudieron procrear”, detalla la acusación presentada por el Ministerio Público y el Bufete Popular de Rabinal.
Además de las violaciones, las mujeres denunciaron la pérdida de sus familias y bienes, ya que estos crímenes estuvieron acompañados de masacres y saqueos. Esta violencia extrema no solo buscaba desarticular la resistencia comunitaria, sino también infligir un daño irreparable al tejido social y cultural de las comunidades indígenas.
Un sistema judicial hostil y resistente
El camino hacia este juicio ha sido largo y tortuoso. Desde la denuncia inicial en 2010, las víctimas han enfrentado un sistema judicial plagado de impunidad, corrupción y racismo estructural. En 2019, la jueza Claudette Domínguez cerró el caso de manera arbitraria, pero una sala de apelaciones revirtió esa decisión en 2022, ordenando un juicio oral y público.
Para las sobrevivientes, este proceso no solo representa una lucha por justicia, sino también un acto de resistencia frente a décadas de silencio, negacionismo y desprestigio hacia sus testimonios. Las estrategias de intimidación no solo han afectado a las víctimas, sino también a fiscales y jueces involucrados en estos casos, quienes frecuentemente son presionados para no actuar con independencia.
En este contexto, el juicio que inicia este martes no solo buscará justicia para las víctimas, sino que también tiene la posibilidad de sentar un precedente que visibilice y condene el uso sistemático de la violencia sexual como arma de guerra.
Es un recordatorio del terrorismo de Estado que marcó el conflicto armado interno, y una oportunidad para que la sociedad guatemalteca reconozca su pasado y trabaje para evitar que estos crímenes se repitan.
