La sistemática degradación del tejido social y ambiental estadounidense se encuentra en un punto crítico que revela las profundas contradicciones del modelo hegemónico norteamericano. La situación actual presenta cómo decenas de millones de ciudadanos están expuestos a agua contaminada con plomo, mientras las comunidades cercanas al corredor petroquímico de Texas y Luisiana sufren los efectos de la contaminación industrial descontrolada.
Este panorama no representa únicamente una crisis de salud pública, sino un patrón institucionalizado de negligencia regulatoria y desprotección sistemática de las poblaciones consideradas una minoría. La intersección entre la degradación ambiental y la violencia estructural del Estado -manifestada a través de la brutalidad policial y el encarcelamiento masivo- configura un escenario donde las políticas públicas operan como instrumentos de perpetuación de desigualdades históricas.
Asociado al contexto de la política exterior, en las últimas dos décadas del intervencionismo estadounidense en el mundo revela una dramática discordancia entre su autoproclamado rol como garante global de los derechos humanos y la realidad concreta, los resultados de sus acciones. El balance posterior al 11 de septiembre tiene un balance devastador: cerca de un millón de muertes directas y una estimación de mortalidad indirecta que alcanza los 3.8 millones de personas, cifras que trascienden la mera estadística para revelar el verdadero alcance de la política guerrerista promovida desde el Pentágono.
La guerra en Afganistán es un caso emblemático de esta contradicción sistémica. Las dos décadas de ocupación militar, con un saldo de 174,000 víctimas fatales —incluyendo más de 30,000 civiles—, junto con los más de 50,000 ataques aéreos en la región de Medio Oriente, constituyen un testimonio inequívoco del costo humano de la hegemonía estadounidense. Este patrón de violencia institucionalizada se materializa también en la persistencia de espacios de excepción jurídica como Guantánamo, donde la detención indefinida sin proceso judicial de aproximadamente 40 personas representa una flagrante violación del derecho internacional.
Esta evidencia configura una profunda crisis de legitimidad moral para Estados Unidos, exponiendo las contradicciones inherentes a su posición como árbitro occidental de los derechos humanos, mientras perpetúa graves violaciones dentro y fuera de sus fronteras.
Las dimensiones estructurales de la vulneración de la población estadounidense: el racismo ambiental como política de Estado
Una dimensión particular de la crisis es su manifestación ambiental profundizada por la institucionalización de espacios de muerte que el discurso tecnocrático denomina como «zonas de sacrificio». Esta categorización representa la concreción de un proyecto político donde la discriminación racial se materializa a través de la distribución espacial de la contaminación industrial.
El caso del «Callejón del Cáncer» en Luisiana -corredor industrial donde más de 150 plantas químicas emiten sustancias cancerígenas- ejemplifica la relación entre racismo estructural y capitalismo extractivo. Las comunidades afroamericanas en esta región enfrentan niveles de exposición a contaminantes industriales siete veces superiores a los de las poblaciones predominantemente blancas, mientras los niños de escuelas con mayoría negra están expuestos a carcinógenos en concentraciones que superan once veces los límites considerados aceptables por la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA, por sus siglas en inglés).
La batalla legal en Flint, Michigan, que se extendió por más de dos décadas, también es una muestra cómo los mecanismos institucionales diseñados para la protección ciudadana -específicamente el Título VI de la Ley de Derechos Civiles de 1964- han sido sistemáticamente neutralizados. La reciente decisión judicial de bloquear las acciones de la EPA basadas en «impactos dispares» representa la culminación de una larga trayectoria de obstrucción institucional que perpetúa la discriminación ambiental.
Así, las contradicciones fundamentales del sistema regulatorio estadounidense se reproducen cuando, por un lado, el aparato legal proclama la igualdad formal ante la ley, por otro lado, los mecanismos de implementación reproducen y profundizan las jerarquías raciales existentes.
A esta situación se suma otra línea: la extensa crisis de contaminación por plomo en el sistema de agua potable estadounidense, que también representa la sumatoria de una infraestructura deteriorada, negligencia institucional y vulnerabilidad social sistemática. Los datos recientemente publicados por la EPA revelan una cartografía inquietante de la exposición toxicológica que atraviesa los 50 estados de la unión, con concentraciones particularmente alarmantes en los corredores industriales históricos del Medio Oeste y la costa Este.
La magnitud del problema se dimensiona en la distribución geográfica de las tuberías contaminadas: Chicago (387,000), Cleveland (235,000), Nueva York (112,000) y Detroit (80,000) emergen como epicentros de una crisis que refleja los esquemas históricos de desinversión urbana y segregación espacial. La concentración de infraestructura deteriorada en estas metrópolis no es casual, sino que representa la sedimentación material de décadas de políticas públicas que priorizaron el desarrollo suburbano en detrimento de los núcleos urbanos tradicionalmente habitados por minorías.
La reciente impugnación de la American Water Works Association (AWWA) a la normativa de la EPA que exige la sustitución de las tuberías de plomo para 2037 ilustra las contradicciones fundamentales del modelo regulatorio estadounidense. Este acto de resistencia institucional por parte de la industria del agua revela cómo los imperativos de rentabilidad corporativa continúan prevaleciendo sobre las necesidades básicas de salud pública, perpetuando un ciclo de exposición tóxica que afecta desproporcionadamente a las comunidades marginadas.
Discriminación racial y violencia policial
La dimensión racial de la crisis se manifiesta también en múltiples indicadores socioeconómicos. Una encuesta de Washington Post-Ipsos de abril-mayo de 2022 indicó que el 75% de los afroamericanos temen ser víctimas de ataques raciales, mientras los crímenes de odio contra esta comunidad han aumentado un 40% en años recientes.
La violencia armada viene alcanzando niveles de crisis de salud pública en los EE.UU. Los 693 tiroteos masivos registrados en 2021, representando un incremento del 10% respecto al año anterior.
La Facultad de Medicina Perelman de la Universidad de Pensilvania, publicó una investigación que arroja los datos sobre las disparidades raciales por lesiones mortales por arma de fuego en el período 2019-2020: documentan un total de 252,376 incidentes distribuidos entre 84,908 muertes y 167,468 lesiones no mortales.
La población afroamericana, que constituye el 12.6% de la demografía nacional, soporta una carga desproporcionada del 44.5% del total de lesiones por arma de fuego, con una tasa de 136 incidentes por cada 100,000 habitantes anualmente. Las lesiones no fatales en esta población alcanzan 106.7 por 100,000 habitantes, una tasa diez veces superior a la observada en la población blanca.
La población nativa americana, aunque representa una fracción menor del total de incidentes (0.7%), experimenta la tasa más elevada de lesiones causadas por fuerzas del orden y la segunda más alta en agresiones, evidenciando vulnerabilidades institucionales.
La manifestación más visible de esta crisis se evidencia en los niveles de violencia institucional, es decir, el sistema de justicia criminal y la actuación policial.
Los datos registrados durante el 2024 muestran que más de 1,200 muertes fueron por intervención policial. En comparación, durante el 2023 murieron más personas (1,248) a manos de la policía que en cualquier otro año de la última década en EEUU. El 59% de los asesinatos cometidos por la policía -696 muertes- fueron paradas de tráfico, respuestas policiales a crisis de salud mental o situaciones en las que, según los informes, la persona no amenazaba a nadie con un arma.
Con una desproporcionada representación de la comunidad afroamericana -constituye apenas el 13% de la población total- representa el 27% de las víctimas de violencia policial. En los casos registrados en 2023, uno de cada cinco víctimas afroamericanas estaba desarmada, lo que indica un patrón institucionalizado de uso excesivo de la fuerza.
Nuevo México ha mantenido consistentemente uno de los índices más elevados de violencia policial a nivel nacional durante la última década, estableciéndose como un indicador crítico en el uso de la fuerza letal por parte de las autoridades.
La base de datos Mapping Police Violence expresa que mayo de 2024 registró el punto más alto en una década de seguimiento estadístico, con 133 muertes documentadas. Esta cifra representa el máximo histórico desde el inicio del registro sistemático en 2013.
Crisis humanitaria en la frontera
La gestión migratoria es otro epicentro de la crisis humanitaria. El registro de 1.7 millones de detenciones durante el año 2021, incluyendo 45,000 menores, junto con 557 muertes documentadas -un máximo histórico desde 1998-, evidencia un quiebre en la política fronteriza estadounidense. Esta situación representa un deterioro progresivo que contradice los estándares internacionales de derechos humanos.
Los informes más recientes de la Agencia de Aduanas y Protección de Fronteras de EE.UU. (CBP) documentan una reducción sustancial en los encuentros fronterizos, con aproximadamente 46,610 interacciones registradas por la patrulla fronteriza en noviembre de 2024 entre los puntos de entrada a lo largo de la frontera suroeste.
Esta cifra representa una disminución de 18% respecto a octubre de 2024 y 76% en comparación con noviembre de 2023, evidenciando una tendencia descendente sostenida desde junio. El análisis agregado de encuentros irregulares, incluyendo aquellos sin cita previa CBP One, totalizó 51,190 en noviembre, contrastando con los 61,420 de octubre, con reducciones notables del 19% en unidades familiares, 18% en adultos individuales y 2% en menores no acompañados.

Las declaraciones del presidente Donald Trump sobre la crisis humanitaria en la frontera revela una potencial transformación en el enfoque estadounidense hacia la gestión migratoria y las relaciones comerciales internacionales con sus vecinos inmediatos.
Las propuestas anunciadas por el presidente electo de EEUU son la posible implementación de aranceles del 25% sobre las importaciones provenientes de México y Canadá, condicionados a la cooperación en el control migratorio y el tráfico de fentanilo. Esta estrategia, anunciada por Donald Trump a finales de noviembre, representa una significativa desviación de los marcos tradicionales de cooperación internacional.
La respuesta de la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum, advirtiendo sobre las consecuencias económicas bilaterales adversas y la posibilidad de medidas recíprocas, indica un potencial escenario de tensiones comerciales hemisféricas.
La separación familiar como tecnología de control
En este escenario, la fragmentación del núcleo familiar es un mecanismo clave en la arquitectura de control social estadounidense, revelando la persistencia de lógicas coloniales y supremacistas en las estructuras institucionales contemporáneas. El informe presentado ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU en 2023 por la American Civil Liberties Union y otras organizaciones expone la continuidad histórica de estas prácticas, que operan como instrumentos de dominación racial y reproducción de jerarquías sociales.
La magnitud de esta intervención estatal en la esfera familiar es alarmante: un niño es separado de su entorno familiar cada tres minutos, resultando en más de 200,000 menores incorporados anualmente al sistema de acogida.
La predicción estadística de que uno de cada tres niños será objeto de investigación por el sistema de bienestar infantil antes de alcanzar la mayoría de edad revela el alcance panóptico de este aparato de vigilancia y control social.
Esta maquinaria institucional, que opera bajo el pretexto de protección infantil, reproduce patrones históricos de discriminación racial. Según el informe, las comunidades afroamericanas e indígenas, junto con los sectores empobrecidos, son objeto de intervención desproporcionada. La continuidad entre estas prácticas y las políticas históricas de separación familiar en comunidades indígenas y la actual crisis fronteriza México-Estados Unidos evidencia la persistencia de lo que podrían denominar una «colonialidad del cuidado».
Sistema penitenciario: una política de encarcelamiento masiva
Por su parte, otro aspecto de la crisis sistemática es el confinamiento masivo de buena parte de la población. El proyecto The Prison Policy Initiative sostiene que Estados Unidos encierra a más personas, per cápita, con una tasa de 573 por cada 100.000 residentes. Con aproximadamente 2 millones de personas encarceladas en 2023, el país mantiene el liderazgo global en población carcelaria. Un indicador particularmente revelador es que casi un tercio de la población carcelaria femenina mundial se encuentra en prisiones estadounidenses, lo que indica fallos estructurales en el sistema de justicia criminal.
La fragmentación jurisdiccional del sistema se materializa en una red de instituciones penales: 1,566 prisiones estatales, 98 prisiones federales, 3,116 cárceles locales, 1,323 centros correccionales juveniles, 142 centros de detención migratoria y 80 instalaciones en territorios indígenas. Esta infraestructura carcelaria, que incluye además prisiones militares, centros de internamiento civil y hospitales psiquiátricos estatales, representa una inversión anual de 182,000 millones de dólares.
La criminalización del consumo de drogas, la privatización penitenciaria y la explotación laboral carcelaria son puntos de controversia. Sin embargo, estas cuestiones, aunque relevantes, no abordan las causas fundamentales del encarcelamiento masivo ni ofrecen soluciones sistémicas para su reducción.
En esta línea, se suman los fallos y la baja credibilidad en la administración de justicia. El grupo de trabajo The Innocence Project tiene la documentación de más de 11,500 personas inocentes en prisiones estadounidenses, junto con la ausencia de legislación sobre compensación por condenas erróneas en 14 estados, sus informes resaltan las deficiencias fundamentales en la administración de justicia.
De este modo, la convergencia de múltiples crisis en Estados Unidos -desde la contaminación ambiental racialmente diferenciada hasta la violencia policial sistemática, pasando por el encarcelamiento masivo y la separación familiar institucionalizada- revela las contradicciones fundamentales de un modelo hegemónico que reproduce jerarquías sociales bajo el velo de la igualdad formal.

