El acercamiento con el personaje era la clave para encontrar un formato fílmico. Sería el punto de partida para el sentido a lo que, realmente, no veía con claridad. El registro del documental «Abuelo Jattüpa» avanzó con paciencia hacia la forma narrativa del propio chamán. Intuí que nuestra presencia y nuestra cámara debían mimetizar con su mundo para hacer visible lo que revelaría el guardián del territorio Wöttüjja.
No he sido temerario con el documental. Desde el principio, cuando empecé a imaginar realizar registros al abuelo Jattüpa, me sumergí en esta travesía como quien se adentra en un bosque inexplorado, consciente de que cada paso podría revelar un nuevo misterio. Mis días se convirtieron en un mosaico de imágenes y palabras. Devoraba documentales, reportajes, noticias sobre los pueblos ancestrales amazónicos, como quien busca agua en el desierto, escudriñaba artículos cual arqueólogo, y me perdía en los laberintos digitales de archivos web.
Mis apuntes que iniciaron en una pequeña libreta, pronto fueron muchas hojas sueltas, donde se iban entrelazando datos alarmantes sobre la deforestación amazónica, la contaminación por la proliferación galopante de la minería y sus consecuencias devastadoras para nuestro hogar planetario. Entre líneas, buscaba desesperadamente las piezas, como quien intenta armar un rompecabezas.

Siempre había intuido que la Amazonía guardaba secretos más allá de su exuberante verdor de los mapas escolares. Mi mente se obsesionó con la idea de las civilizaciones antiguas, poseedora de una sabiduría que trascendía nuestra comprensión moderna, portadores de una tecnología en armonía con la naturaleza. Esta búsqueda se convirtió en mi brújula, guiando cada uno de mis pasos.

La vida me había aproximado la amistad del abuelo Jattüpa, un chamán Wöttüjja cuya sabiduría había apenas tanteado en varias ocasiones a través de sus medicinas ancestrales. Él sería mi puente, la ventana hacia un mundo oculto de aquellos pueblos que domesticaron la selva, creando lo que los científicos llaman «selvas antropogénicas». Más allá de las narrativas occidentales, de las artesanías exotizadas, de las fotografías en calendarios turísticos y de las crónicas coloniales, yacía una verdad más profunda, más viva, que logró sobrevivir al genocidio del conquistador.


Con el respeto que merece adentrarse en lo sagrado, abordé el documental. Al llegar a la comunidad, mis primeros gestos fueron de reconocimiento: un saludo a la familia, un abrazo fraternal a Jattüpa. Luego, en un acto de confianza mutua, le entregué la cámara, sabiendo que solo volvería a mis manos cuando él permitiera el momento para capturar lo que debía ser revelado.
El tiempo adquirió otra dimensión. Los días se fundieron unos con otros, marcados no por el reloj, sino por noches de yopo, cantos y reflexiones que se extendían hasta el amanecer. En ese lapso, comprendí que el silencio del chamán era en sí mismo una enseñanza, que se manifestaba en su capacidad de percibir la realidad desde múltiples ángulos, como si sus ojos pudieran ver más allá de lo visible.

Y entonces, cuando menos lo esperaba, como si hubiera leído el momento exacto en el libro invisible del tiempo, Jattüpa apareció con la cámara. El permiso para filmar había sido concedido, era como una alineación cósmica que solo él podía interpretar.
Cuando la cámara se encuentra con el rostro, sus ojos penetrantes contienen la sabiduría milenaria de sus ancestros Wöttüjja. Descendiente del gran chamán, el abuelo Bolívar, Jattüppa ha visto el mundo donde la codicia del hombre choca violentamente contra la sacralidad de la tierra, en su territorio en la cuenca del Orinoco y, también, en sus visitas a los abuelos lakotas, al norte del continente.
Siempre he sentido que el abuelo posee una capacidad sobrenatural para leer las almas, para ver lo que se agita en las profundidades del ser. Sus palabras, cuando finalmente las compartió, resonaron con la fuerza ancestral: «Nuestro primer Dios Puruna creó a la humanidad. Junto a Paraque Meñahuaque, el guardián de la medicina» comenzó su voz, un puente entre mundos. «Yuamea» continuó, «quiere decir que nuestros huesos serán delgados, serán frágiles, porque cuando caemos se parten con facilidad.» En esas palabras sentí el eco de nuestra vulnerabilidad, de la fragilidad inherente a nuestra condición humana.


«Después de diseñar el cuerpo humano» el abuelo reveló: «el Dios Puruna aún no lo mostró a la realidad. Guardó a la humanidad en una caja donde dije, en Yuamea». Esta imagen, de la humanidad guardada en una caja, esperando el momento de su revelación, me estremeció. Era como si, de repente, viera nuestra existencia desde una perspectiva cósmica, una narrativa que trascendía el tiempo y el espacio.

En ese momento, comprendí que mi búsqueda apenas comenzaba. Las palabras de Jattüpa habían abierto una puerta hacia un universo de conocimiento ancestral, invitándome a cuestionar no solo lo que creía saber sobre la Amazonía, sino sobre nuestra propia existencia y lugar en el cosmos.

Las minas ilegales se han multiplicado en el corazón del territorio amazónico. Devoran la selva, dejando cicatrices abiertas en la piel de la Madre Tierra. Como hace siglos, cuando el brillo del oro cegó a los conquistadores, hoy consume aún más las entrañas de Latinoamérica.
Jattüppa habla con voz pausada mientras explica la conexión sagrada entre los minerales y la Madre Tierra. «Los minerales son la riqueza de la madre tierra» dice. «Si extraes los minerales se liberan los seres malignos, la muerte, las enfermedades, el vicio, la envidia, la ambición» sentencia el chamán.
Jattüppa, que ha caminado por senderos antiguos, explica el delicado equilibrio de la naturaleza. Con su sabiduría nos dice que «el oro, el coltán, diamante, bauxita, hierro, todo debe quedar guardado […] Porque ellos son conductores de la energía de la madre tierra». El documental “Abuelo Jattüppa” sigue su proceso y es un grito por la preservación de un mundo que está al borde del abismo.